Hermana de todos
Viuda

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Viuda

Sedienta de «absoluto», se da más plenamente a Dios por una profunda vida interior. Influida por el espíritu franciscano, descubre cada vez más el sentido de la fraternidad universal y cala más hondo el precepto evangélico: «Amaos…»

Al fondo de su alma llega el clamor de «mucha gente». Llantos de niños, gritos de jóvenes, quejidos de enfermos, voces enronquecidas de ancianos… Una y otra vez se pregunta: ¿Puedo hacer algo por ellos?

Con realismo empieza por donde puede. Hace un ensayo de colegio en su casa y prosigue sus visitas a los pobres y enfermos.

Incansable, tiene valor para decir otra vez al Señor como en sus años jóvenes: ¿Qué quieres que haga?

Consulta, reflexiona, reza… se decide y allá va…

Pasó hambre

Con 47 años ha quedado viuda, la hemos visto entregar su vida, su fortuna, sus desvelos, el potencial de sus oraciones y sus penitencias, para conseguir la conversión de su esposo.

Una vez alcanzado su objetivo y muerto ya don Joaquín, cabría pensar que la gran misión de su vida había terminado; que el resto viviría en un merecido descanso, con las insignificantes rentas que le quedaban, entregada a sus actos de piedad.

Los designios de Dios eran distintos.

Los años de sufrimiento que soportara hasta ver que la Luz penetraba en el alma de su esposo, no hicieron sino abrirle más el horizonte a las necesidades de sus hermanos los hombres.

Ella, que tenía por naturaleza un corazón compasivo, nunca se había conformado con dar un remedio puramente material a cuantas calamidades hallaba a su paso. La sonrisa, el consejo, las palabras de aliento acompañaban siempre a la limosna, dándole una doble eficacia.

No; doña Carmen no podía dedicarse a gozar durante el resto de su vida de la fama de santa que se le daba.

Siguió intensificando más y más su vida espiritual. Siguió entregándose a los que de alguna manera llevaban impresa la pobreza en su existir. Varias veces había dejado escapar el deseo de recoger a los niños faltos de pan y de formación cristiana…

Ciertamente debieron ser insignificantes los bienes que le quedaron al enviudar. En más de una ocasión llegó a faltarle lo necesario.

También es cierto que, mientras tuviese algo, no podía ver una necesidad sin remediarla. De ahí que las escasas rentas menguasen antes de lo previsto.

Un día que visitaba a su hermana Rosario, se dejó ver cómo en aquella jornada los haberes de Doña Carmen no alcanzaban siquiera para procurarle el sustento. De nuevo, le aconsejó su hermana que se quedase a vivir allí mismo definitivamente, y así evitaría la penuria que venía padeciendo. De nuevo doña Carmen se negó.

Doña Rosario preparó con gran cariño un paquete con lo mejor que halló para socorrer a su hermana.

Al salir de la casa, una pobre mujer, madre de familia numerosa, cruzaba la calle con la angustia dibujada en el rostro. Al ver a Carmen se le ilumina con un rayo de esperanza. Ha oído decir que no le queda ya capital alguno, que es pobre también. Sin embargo, se dirige a ella:

—¡Doña Carmen, por Dios; écheme usted una mano! Hace mes y medio que mi marido no tiene trabajo. Hoy no puedo ponerle un potaje, ni siquiera darle un mendrugo a él ni a mis niños…

La respuesta es instantánea.

—¡Mira!— le dice mientras saca el paquete que su hermana acaba de darle–, llevaba esto para una persona que hoy está pasando también necesidad igual que tú. Pero tómalo; Dios proveerá por donde sea.

Lágrimas de emoción asoman a los ojos de la pobre mujer, que no esperaba una solución tan rápida ni tan eficaz. Y mientras seca las lágrimas con la punta del delantal, dice con voz entrecortada:

—Yo… mire usted; no sé ni cómo darle las gracias…

Doña Carmen sonríe:

—Las gracias a Dios, que nunca nos abandona y que hoy nos puso a las dos en el mismo camino para que vosotros pudierais comer…

Doña Carmen no comió aquel día; su sustento, como el de Jesús, fue «hacer la voluntad del Padre Celestial».

Dios lo ha querido así!, diría también en esta ocasión.

Hace años, ante una necesidad, había respondido con su fortuna; hoy responde con su pobreza.

¿POR DÓNDE SIGUE EL CAMINO?

Convento de los Padres Capuchinos de Antequera.

Cuando se ama a Dios siempre es posible una respuesta. Doña Carmen amaba y por eso respondió. Amó sin medida. Ese era su modo de amar y su modo de responder.

En esta nueva etapa de su vida se dedica más intensamente a la oración y obras de caridad bajo la guía del Padre Bernabé de Astorga.

Este Padre la hizo volar por los caminos de la santidad con pruebas que le hacían aparecer ante sus conciudadanos como quien hubiera perdido el juicio, por lo que éstos pasaron de la admiración a la compasión y a la burla.

Doña Carmen dio a conocer al Padre Bernabé sus deseos. Deseos inmensos, como su corazón: consagrarse a Dios y, como proyección de esto, entregarse a las obras de misericordia, servir a Dios en sus hijos los pobres, ignorantes, enfermos,…

El comprendió la magnitud que tal decisión podría alcanzar, y quiso probarla:

—para conocerla mejor;

—para ejercitarla en lo que luego le sobrevendría, sin duda, con mayor crudeza;

—para fortalecerla…

Él fue quien le ordenó pedir, por amor de Dios, un trozo de pan al Hermano limosnero de Capuchinos.

A él obedecía doña Carmen en tantas otras ocasiones en que la gente, al verla, la creían loca de remate.

Y mientras, el Padre Bernabé se iba percatando de las maravillas que la gracia operaba en ella:

—docilidad absoluta,

—todos los resortes de su actuación confiados al querer de Dios,

—humildad,

—desprendimiento y sencillez de quien nada tiene y lo posee todo,

—oración intensa, cálida y fecunda ante el Sagrario, cada mañana y cada tarde, que empapaba las demás horas del día,

—amor y celo incansable por los necesitados material y espiritualmente,

—muchos años caminando a paso firme por el camino del Calvario.

¿No era eso lo que él había admirado siempre en Francisco, el pobrecillo de Asís, lo que él mismo había venido a vivir en la Orden Seráfica?

Era asombroso cómo doña Carmen había llegado a adentrase en el espíritu franciscano, en ese vaciarse por completo de las cosas para tener sólo a Dios, en esa contemplación profunda de los misterios divinos perfectamente compaginados con la entrega a los hermanos…

Ahora sí; después de esto se podía dar ya una expresión concreta a sus proyectos.

¿Y si Dios le pidiera renunciar a eso y darse exclusivamente a Él, encerrándose en un convento de clausura?

EL PRIMER GRUPO

Casa de la calle Merecillas, 24 donde se traslada a vivir después de morir su esposo.

¡Dicen que doña Carmen va a abrir en su casa una escuela para los niños pobres!

La noticia se difunde con rapidez, sobre todo entre los barrios más pobres de Antequera, entre aquellas familias en que su presencia era ya como una brisa, que, suavemente, disipaba los nubarrones angustiados del no tener, del mañana inseguro y agobiante como una amenaza…

Y empieza el desfile.

Llaman a la puerta y el sonido de aquella llamada se graba muy hondo en el corazón de doña Carmen, llenándolo de gozo. Debió parecerle que el mismo Dios venía a decirle que sí, que aprobaba y bendecía sus deseos y la amplitud de sus horizontes…

El primero fue un niño como de cinco o seis años, acompañado de su madre:

—¿Cómo te llamas?

Clavó los ojillos negros, vivos, brillantes, en su madre, como queriendo recordar algo. Luego los fija en doña Carmen y responde un poco tímido:

—Francisco… «pa servirla».

¡Pura coincidencia! El primer chaval que se alista en el nuevo colegio lleva el nombre del Santo de Asís. Pura coincidencia pero ella da las gracias al Señor por aquel rasgo de delicadeza…

Siguen hablando; la timidez del pequeño cede pronto y acaban siendo grandes amigos.

No es extraño: el amor y predilección por los niños es otro de los aspectos en que doña Carmen refleja al Maestro.

La madre también se anima y expone confiada:

—Doña Carmen, ¿y mi hija mayor? ¡Si usted pudiera acogerla también y enseñarla siquiera lo más preciso y algo de costura…!

La perspectiva de una nueva necesidad no la acobarda, sino que ensancha más su horizonte. Además de los párvulos, se ocuparía de la promoción cultural, social y religiosa de las jóvenes que sobrepasan la primera edad escolar.

No está sola; doña Dolores Sanz y doña Isabel Santolino la apoyan y prestan su ayuda para adaptar la casa, procurar utensilios, etc. Luego se le unen algunas más, siete, que le siguen definitivamente.