LA FUERZA DEL AMOR
Casada

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Casada

Al fin, a impulsos del amor que fuertemente late en su corazón, pero no a ciegas sino convencida de que Dios lo quiere, salta todos los obstáculos para casarse con Joaquín Muñoz del Caño, el joven cuya conducta tanto preocupaba, y con razón, a don Salvador.

Cuando todo ha pasado, se comprenden los caminos de la Providencia. Aquel matrimonio fue la piedra de toque para descubrir el temple espiritual, la fortaleza y la capacidad de amor de doña Carmen que, después de veinte. años de paciente espera, vio compensados sus sacrificios con la conversión de su esposo.

Ya puede decir lo que más tarde se le oirá repetir: «Todos mis sufrimientos los doy por bien empleados con tal de que se salve un alma».

Cuatro años de “vida nueva” confirmaron la autenticidad de la conversión y prepararon a don Joaquín para su salida de este mundo.

Con su muerte terminó la misión de esposa de doña Carmen pero, hecha para cosas grandes, le queda mucho que hacer.

Mientras esto llega, tiene que iluminar otra faceta de la vida. Ejemplar en su infancia y juventud, ejemplarísima hasta el heroísmo como casada, resulta enormemente interesante como viuda.

Su matrimonio

Vestido de novia de Carmen.
Recreación de la reja de calle Encarnación 9 por donde se comprometió con Joaquín.

Carmen ve claramente que debe llevar a cabo su matrimonio y el 9 de mayo de 1857 se casa. El modo no es inusual en la época: Acompañada de una doncella, Carmen está en la sala baja de su casa; al otro lado de la ventana, en la calle, el Sacerdote con Don Joaquín, y como testigos el marqués de Cassavedra y Don José Orellana, tejedor de oficio.

Comunica a su padre el suceso:

—Perdóneme, papá…

—Te perdono, hija mía, pero no dejo de temer que ese hombre…

—Dios me ha de ayudar, papá…

—«Mi hija es una santa».

Todos lo temían con conocimiento de causa. Don Salvador lo intuía desde mucho más adentro

Antes o después, Joaquín Muñoz, con sus rarezas, sus inconsecuencias, sus intemperancias, haría sufrir mucho a Carmen.

Ella lo sabía de antemano, y, confiando enormemente, lo afrontó con serenidad, convencida de que aquello era un acto de servicio a Dios.

Ama de casa

Casa de la calle Maderuelos, 10 donde se traslada a vivir con su esposo.

Pasan a vivir al n.° 10 de la calle Maderuelos, la casa de Joaquín.

Los primeros tiempos después de su matrimonio no parecen confirmar los temores que surgieron anteriormente; ni tampoco presagian abiertamente lo que serán los años posteriores.

Tampoco están del todo libres de contradicciones.

Ahora es ya «doña Carmen», la señora de la casa. Sin embargo, doña Rosa, su suegra, le hace la vida poco menos que imposible. Piensa que, dada su posición y el hecho de ser la hija menor de don Salvador González, no es más que una niña malcriada, incapaz de hacerse cargo de la responsabilidad y dirección de un hogar.

Bien pronto se convence de lo contrario.

Cuando doña Carmen asume las tareas propias de ama de casa, todos se sienten satisfechos.

La servidumbre trabaja a gusto, pues la joven señora posee aptitudes, agrado y delicadeza poco comunes.

Hasta don Joaquín, con lo especial que es, cambia en esta época. ¡Claro que no le durará demasiado!…

Esposa

D. Joaquín Muñoz del Caño, esposo de Carmen.

Don Joaquín preocupado más por el juego, los amigotes, el dinero… y su propio temperamento le hacen volver a las andadas… El no tener hijos, quizá pudo influir también. Poco a poco va tirando el capital, entre unas cosas y otras.

Muchas veces llega a las tantas de la noche y lo más mínimo le hace ponerse a dar voces y decir disparates a doña Carmen; incluso, en más de una ocasión llega a pegarle.

Cuantos vaticinaron que sería un matrimonio desgraciado, ven confirmarse sus sospechas. Mejor dicho, lo adivinan, a juzgar por la actuación externa de don Joaquín y lo que las criadas pueden dar a conocer como testigos.

Doña Carmen jamás deja escapar una crítica, una queja o un comentario de reproche en contra de su marido. Nunca pierde de vista la misión divina de su matrimonio y, ni siquiera en los años de calma, descuida el aprendizaje para la lucha.

Corazón inmenso

Instrumentos de oración que utilizaba Carmen.

Igual que de soltera, sigue yendo a comulgar diariamente. Quien la conoció bien entonces, afirmaba que se la veía cobrar vida con la Sagrada Eucaristía y que era aquí donde ella tomaba fuerzas y sabiduría para penetrar con aquella profundidad que lo hacia, el sentido de la vida espiritual.

Sigue visitando y socorriendo a los necesitados y enfermos, bien en sus casas o en el hospital, y llevándoles, junto con el don material, consuelo y luz para el alma, comprensión para sus sufrimientos y alimento para soportar una vida dura llevada en la escasez de lo imprescindible, rayando las más de las veces en condiciones infrahumanas.

Otro polo en torno al cual se desarrolla con frecuencia su caridad bienhechora es la Casa de las Hermanitas de los Pobres. Son más de uno, y además fundamentales, los puntos de contacto que unen a doña Carmen con estas Religiosas.

Como ellas, doña Carmen siente un gran amor activo hacia los miembros del Cuerpo Místico más débiles y doloridos; siente también, y vive, como demostraría en años posteriores, una firme e inquebrantable confianza en la Divina Providencia; tiene asimismo honda devoción a San José, ejemplo y protector del trabajo de cada día y maestro en el trato con Jesús.

Con los niños pobres y sin escuela se desvive; todo le parece poco para darles, y no pierde ocasión de enseñarles cuanto puede.

Y en medio de todo esto, la conversión de su esposo sigue siendo meta difícil de alcanzar, sin que por ello escatime los esfuerzos necesarios para conseguirlo.

A veces, durante la oración, usa instrumentos de penitencia; sufre mucho y reza mucho.

Dios lo quiere así

Iglesia de Ntra. Sra. de los Remedios.

Cuando después de alguna borrasca familiar de las que a menudo desencadena don Joaquín, ve a la doncella o a alguna de las criadas compadeciéndose o intentando consolarla, es ella quien las anima tratando de quitar importancia a lo ocurrido.

La frase «¡Dios lo quiere así!» es lo primero que asoma a sus labios después de cada percance.

El sufrimiento va aquilatando su virtud a pasos agigantados.

Don Joaquín en cambio, va cada vez peor. Entre otras cosas, hace a su esposa víctima de los celos. No quiere que vaya a confesar porque—dice él—las penitencias que los curas le imponen van a hacerla enfermar.

Tampoco son de su agrado las salidas de la mañana para ir a comulgar, y trata de impedirlas diciendo que, a esa hora precisamente, debe tomar todos los días una taza de manzanilla; y tiene que ser doña Carmen quien se la sirva.

¡Era ya el colmo! Parecía que hubiera concentrado todos los esfuerzos de la imaginación para encontrar cómo secar el manantial mismo de donde sacaba la vida. Así y todo, ella sabe ingeniárselas de modo que su esposo no llegue a darse cuenta: va a la iglesia de Ntra. Sra. de los Remedios un poco antes de costumbre. «Ya te pillé, Jesús mío», decía satisfecha.(11)

En Antequera se comentaba y se compadecían del matrimonio de doña Carmen, pero sobre todo se admiraba su virtud.

Además de un largo aprendizaje en el sufrimiento, contaba ella con la simpatía de sus conciudadanos; y le quedaban también su dignidad y su fortuna.

¿No eran quizá muchas cosas?

¿No se le pediría aún alguna renuncia más, antes de alcanzar algo tan grande como la salvación de un alma?

Sí; todo esto no era más que el comienzo de una vida llamada a la identificación plena con Cristo Crucificado.

Madre Carmen utilizaba la puerta posterior de la Iglesia de los Remedios para ir a comulgar cada mañana.

Por entonces, era don Joaquín administrador de Rentas Estancadas. No podemos juzgar sobre la eficiencia en el desempeño de su cargo. Lo cierto es que un empleado de la Tabacalera había ido sustrayendo poco a poco diversas cantidades de dinero. Cuando se puso de manifiesto el desfalco, la suma ascendía muchísimo y la responsabilidad vino a recaer sobre don Joaquín.

Él enfermó del disgusto, porque, además, como no tenía para pagar, sabía que tendría que dar con sus huesos en la cárcel.

Un día, a la hora de la comida, llegan a su casa los del Juzgado para resolver el asunto como sea.

Es un momento crítico. Están en juego la dignidad de la familia y el completo hundimiento material —y quién sabe si moral—de don Joaquín.

Doña Carmen reacciona como suele hacerlo siempre ante la necesidad: con rapidez y acierto.

Cuando se casó, contra el parecer de todos, lo hizo libremente, por amor y porque había comprendido que Dios la quería como instrumento para salvar el alma de su esposo.

En esta hora amarga, sufre con él y, una vez más, no escatima el sacrificio para conseguir un bien.

Se levanta de la mesa decidida y, al poco rato, vuelve terminando la comida tan normal. ¡Acaba de cancelar la enorme deuda respondiendo con su propia fortuna!

El desconcierto es general en la casa. Este rasgo, quizá por tener más trascendencia externa, supera con mucho a los anteriores. La doncella, entre compasiva e indignada, sin poder ocultar su admiración, le dice:

—¡Señora!, ¿usted sabe de verdad lo que ha hecho?

La respuesta no es el gesto exagerado o el suspiro de satisfacción propia que se nos escapa a veces cuando creemos haber hecho algo grande.

Responde sencillamente:

—Mira, «¡Dios lo ha querido  así!»; lo que tenemos que hacer es no hablar más de esto.

Don Joaquín se repuso del susto. Luego, como si nada.

Todo el bien que le hacía doña Carmen no conseguía sino volverlo más agrio, más desagradable cada vez.

Y así, un golpe y otro; un mal rato y otro… Y doña Carmen sigue aguantando y rezando… sin aspavientos, sin tragedias.

Cuando le dicen algo, la respuesta no se hace esperar.

—«¡Dios lo ha querido  así!»; Él, que nunca nos deja de su mano, sabe por qué lo hace. Ya pasó; lo mejor no acordarse más—.

Y así un año y otro…; hasta pasar de veinte.

D. Salvador González García, padre de Carmen.

De sobra llevaba razón don Salvador, su padre, cuando no quería que se casara.

También «quiso» Dios que él muriera a los setenta y ocho años de edad.

Era el año 1871. Doña Carmen sufrió mucho y ofreció su dolor por lo de siempre;

por aquello que a todas luces parecía inútil esperar; por aquello que cada vez se veía más lejos, más difícil de alcanzar.

Ha pasado un año desde la muerte de su madre y a los 22 años, Carmen expone a su padre de nuevo el deseo de contraer matrimonio con Don Joaquín Muñoz del Caño, y nueva negativa de D. Salvador, que le insiste a Carmen:

—Hija mía, Joaquín no es buen hombre para ti, vas a ser muy desgraciada con él. La vida de ese hombre no es sana, deja mucho que desear. Mira a tu alrededor, tienes la posibilidad de escoger entre hombres mejores que él.

—Papá, yo se que son ciertas todas las dificultades de que habla. Pero Dios me ayudará.

Salvador tiene sus razones para temer. Además, Carmen es, como suele decirse, su ojo derecho. No es el capricho de una chiquilla, sino el querer de Dios, lo que se le opone.

Esta vez ella no cede.

Ha medido palmo a palmo y quiere poner una señal imborrable en el punto donde acaba la lógica de los hombres, que es justamente donde empieza la locura de la Cruz.

Guía en el camino

P. Bernabé de Astorga.

En 1873 se proclama la República. La indisciplina había minado el Ejército. Entre las provincias más revueltas destacó Málaga. Antequera no fue a la zaga y el populacho se adueñó de la calle.

Hubo temor en los conventos de monjas, que fueron desalojados. En las Agustinas de Madre de Dios, quedó una de ellas imposibilitada por enfermedad.

La noticia llegó a Doña. Carmen que se dirige a La Quinta, finca a las afueras de Antequera, desde donde Don Paco Aguilar, jefe de los republicanos, gobierna la situación. Atendió Don Paco a la señora con solicitud y envió dos guardias a poner libre de peligros a la religiosa. Doña. Carmen regresa a su casa sin que nadie molestara a «la ciudadana» a la que todos saludaban con el mayor respeto, porque conocían su bondad y obras de misericordia.

En 1875 los Franciscanos P. Esteban de Adoain y Saturnino de Artajona predican una Misión en Antequera. Doña. Carmen abrió su alma al Venerable Padre Adoain recibiendo nuevos impulsos de santidad.

Ese mismo año, 1875, es nombrada Presidenta de la Conferencia de San Vicente de Paúl.

En 1877, a los 264 años de la fundación y después de 40 años de exclaustración, los Padres Capuchinos tomaron posesión del Convento de Antequera.

¡Estaba feliz!

¡Volvían los Capuchinos!

Júbilo en Antequera.

Pronto empezó Carmen a frecuentar la iglesia de Capuchinos. Normal: era terciaria franciscana.

Tomará por director de su espíritu al Padre Bernabé de Astorga.

Perdóname, Carmen

«Este anyllo es propyedad de la Virgen para la corona por promesa que cumplyó Don Joaquín Muñoz del Caño con el veneplacyto y satysfaccyón de Doña Carmen Gonzáles, su esposa».

El amor y oraciones de Doña. Carmen junto con las recriminaciones de buenos amigos que no cesaban de echarle en cara su comportamiento, acabaron rindiendo a Don Joaquín que pidió perdón a su esposa. Aquel día de 1878 era 14 de julio, fiesta de San Camilo. Carmen no olvidará nunca esta fecha.

Aquel día, doña Carmen no sufre; tiene una alegría inmensa, reza también, pero dando gracias al Señor; porque el corazón que sufre mucho sabe mejor agradecer el gozo.

Don Joaquín no parece el mismo; no es ni siquiera como en los primeros años de su matrimonio. El de ahora es un cariño nuevo, una mezcla de sentimiento por todo lo anterior, y de agradecimiento, alegría y hasta asombro, viéndose ante tanto bien.

El perdón generoso y total de Doña Carmen trajo una nueva vida al hogar.

En esta época Don Joaquín regala un anillo para la corona de la Virgen del Rosario de Santo Domingo. Existe en la corona la leyenda:

«Este anyllo es propyedad de la Virgen para la corona por promesa que cumplyó Don Joaquín Muñoz del Caño con el veneplacyto y satysfaccyón de Doña Carmen Gonzáles, su esposa»

Al tercer año

Objetos de devoción de Madre Carmen.

Tres años duró esta etapa de alegría y paz; luego, un tifus le hizo caer en la cama y ya no volvió a levantarse.

Antes de morir había llegado a amar mucho a Dios.

Quiso que doña Carmen le prometiera que, después de su muerte, ingresaría en un convento de clausura; y ella dijo que sí, que lo haría si Dios no disponía otra cosa.

Se puede decir así, con todas las palabras: ¡murió como un santo!

Ella sufrió por la separación.

Ahora se aclaraban muchas cosas:

— era verdad que siempre había querido a don Joaquín,

— era verdad lo que tantas veces había repetido a su padre: que si se casaba con él no era por capricho, sino por salvar su alma,

— era verdad que confiaba en Dios cuando, durante su vida de casada, le ofrecía sus penitencias y oraciones.

Aquel día todos en casa comprendieron un poco por qué Cristo tuvo que morir en una Cruz para salvarnos…